Ignacio

Una tarde de noviembre hace casi 10 años alguien llamó a casa. Miré el identificador y era mi abuelita. Cosa extraña un jueves por la tarde, normalmente nos llamábamos los domingos para contarnos lo que había pasado y desearnos un buen inicio de semana. 
 
Mi abuelito había tenido un infarto cerebral. Los siguientes meses fueron muy difíciles para todos. 
Cuando mi abuelito regresó a casa, le acondicionamos un cuarto aislado, con una cama especial para que no se le formaran úlceras tan rápido. Su movimiento era muy limitado y ya no podía hablar, así que se comunicaba con nosotros a través de las manos. Un apretón significaba "sí", no apretón significaba "no".

Aunque todos sabíamos que no había muchas posibilidades de que mejorara, todo ese tiempo tratamos de estar todos "lo mejor posible". Nadie se quebró porque nadie podía hacerlo. Todos debíamos ser fuertes y dejar de lados nuestros intereses, por unos meses, para que mi abue pudiera pasar bien esos días. 

No recuerdo esa época como una época triste, más bien como una época difícil por eso. Nos turnábamos para cuidarlo, para darle de comer, para ir por el material de curación, para moverlo, para hacerle compañía. Mis primos, mi hermana y yo le contábamos mil cosas al pie de la cama, como cuando él lo hizo cuando éramos pequeños. 

Una noche de mayo no podía dormir y sólo estaba dando vueltas en la cama. Al día siguiente nos avisaron que mi abuelito había fallecido. 

Siempre que alguien muere, las personas tienden a eliminar todo lo negativo de la persona acaecida, como si la muerte llegara con un velo de justificación para todo lo malo en vida. Sin embargo con mi abuelito no hay necesidad de maquillar nada. Mi abuelito era una excelente persona. 

Fue el segundo esposo de mi abuelita. Él la conoció cuando ella ya tenía dos hijos (uno de ellos, mi mamá) y así sin vacilar y a pesar de la incredulidad de mi abuelita, le pidió que se casara con él. Luego tuvieron tres hijos más. 

Él sólo estudió hasta segundo de primaria y se dedicó mucho tiempo a ser chofer de autobuses foráneos hasta que un día tuvo un accidente al revisar el motor de uno de sus autobuses y perdió la vista. 

Nunca lo vi triste ni quejándose de algún evento en su vida. De hecho, era el más alegre de la casa.
Se llevaba bien con todo mundo, desde el lechero, a quien le pagaba siempre justo y puntual, pues a pesar de no ver, tenía una libretita mental de los gastos que tocaba pagar en la casa y jamás se desfasaba o se confundía, hasta con la suegra, mi bisabuelita, con la que a la menor provocación compartía una caguama. 

En los viajes familiares, mi papá siempre hacía una parada para comprar varios litros de mezcal y llevárselos a mi abuelito. Incluso de ahí nació una frase con un tono especial que luego se instituyó como la frase para ofrecer bebidas alcohólicas. Al llegar a la casa de mis abuelitos y después de desempacar las maletas, tocaba desempacar las botellas y mi papá, en su papel de yerno, abordaba esa situación con un tono entre la amabilidad y picardía ¿un mezcalito, don Ignacio? y luego, tras una pausa que pretendía ser de duda pero que todos sabíamos era para darle más gracia a la siguiente frase, contestaba mi abuelito pues bueeeeno, échamelo, Jesús.

Mi abuelito, el que siempre cantaba huapangos, el que inventaba canciones en nuestros cumpleaños, el que se peleaba con el loro, el que confiaba en niñas de 8 y 9 años para que lo rasuraran, el que nos ponía apodos, el que nos contaba de brujas y fantasmas, el que fue con los curanderos para volver a ver, el conversador magnífico, el que hacía enojar a mi abuelita, a su Cleta, el que quiso por igual a todos sus hijos y nietos, el que siempre extrañó a las leonesas, el que me enseñó que la sangre no significa nada para ser familia. 

No dedico mucho tiempo a pensar si hay algo después de la muerte. Al final, creo que nada se destruye, ni la materia, ni el espíritu y vidas como las de Don Ignacio, continúan a través de las personas a las que tocaron más profundamente. 

 

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